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“Es tímido, distante, poco afable”. Pensé que las noticias hablaban de
mí, pero hablaban de un presunto homicida. Si hubieran dicho que era
extravertido, cercano y cordial la descripción funcionaría, sin duda,
como un atenuante. Como cuando se dice de un terrorista que parecía una
persona normal. Distante, poco afable y tímido no podían ser más que
agravantes. Me molestó la descripción. Como si hubiera una relación
causa-efecto. Carácter es destino, les faltaba decir. Primero me
molestó, más tarde me alarmó. Me tuvo nervioso todo el día. ¿Habrían
escuchado las noticias mis vecinos? Bajé por la escalera para no tener
que coincidir con nadie en el ascensor. Casi en la calle, a la altura
del 1º D, me di de bruces con la señora Patro, 88 años. Me tiene cariño,
yo lo sé, pero no olvido que alguna vez me dijo que su nieto también
era muy tímido, callado, “como tú”. Traté de recordar si había añadido
“distante, poco afable”. Luego escapé al portal.
Salí a la calle fijándome en todo, sonriendo a los desconocidos,
saludando a gente a la que nunca había visto. Trataba de parecer afable,
me temo que resulté sospechoso. ¿Demasiada ropa para un día de agosto?
Maldita manga larga. Y todo por el aire acondicionado. Me acordé de un
poema de Joseba Sarrionaindía que habla de un hombre que ha estado en la
cárcel. Durante el resto de su vida, dice, dentro de él vivirá un
condenado: ve fiscales y jueces por todas partes; cree que los policías,
aun sin reconocerlo, lo miran más que al resto de los transeúntes. ¿Por
qué? Porque su paso no es sosegado o bien porque es demasiado
sosegado.
Tímido, distante, etcétera. Parecía la primera línea de la condena:
prisión permanente revisable, ese eufemismo para cadena perpetua. “Estás
callada por indecisión y te llaman orgullosa”. Camino del quiosco se me
pegó esa cancioncilla de Sr. Chinarro. Me puse a simular que hablaba
con el teléfono móvil.