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Me pide Antonio Rivero Machina, si así lo deseo, que escriba sobre mi
concepto de la otredad, sobre los heterónimos, sobre los desdobles del
creador y, en mi cerebro, como impulsada por un resorte, aparece la
palabra ego. Feliz contradicción —que me pidan hablar sobre el otro y…—
aunque en realidad he mentido parcialmente hace cinco segundos: el
sagaz Antonio me deja la libertad de escribir un poema o un texto en
prosa sobre esos conceptos pero suelo hacer caso a mis instintos más
primarios y no puedo más que aprovechar este impulso inicial y exponer
las ideas —pocas y deudoras— que he ido esbozando en mis dos primeros
libros, donde he intentado explicarlas mediante otro lenguaje. Por
muchos rodeos que dé, no creo que sepa manifestarlo mejor, pero no
siempre le dejan a uno escribir sobre sí mismo mientras finge estar
haciéndolo de los demás.
En mis coordenadas poéticas, la búsqueda del otro siempre ha tenido como
catalizadores la necesidad de completarme y la necesidad de diluirme. Y
cuando utilizo el pronombre personal me refiero al sujeto que habla en
mis poemas: se parece tanto a mí que utilizo la primera persona, pero no
soy yo, y perdonen por esta burda clase no demandada de teoría
literaria. Aquí, en mi caso (y en el de otros muchísimos poetas), ya
está el primer desdoble.
No he aspirado nunca a vivir en los extremos de Machado o Pessoa,
bestias, creadoras de heterónimos (no entraré aquí en apócrifos o
heterónimos), que necesitaban decir a través de otro aquello que ellos
querían decir pero no hubieran podido —o querido— manifestar a través de
su yo, o quizás existían verdaderamente para ellos, o quizás
fuera un juego muy serio, o un impulso inconsciente, o todo a la vez,
vaya usted a saber. Lo que sé es que dentro de mis juegos, de mi mundo
literario, buscar al otro, pedir —incluso exigir— su voz, su presencia
dentro del poema, es un ejercicio que me permite aderezar un poco las
carencias de un sujeto poético parcial, fragmentario, con una linde
necesaria. Es posible que de forma falsa, es posible que intentarlo no
sea suficiente para alcanzar la pretendida —atención, palabra ostentosa—
plenitud.