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Con el revuelo ocasionado por la muerte de Ricardo Senabre, el que fuera primer decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Extremadura, no recuerdo quién, valorando su labor rigurosa, de pocos parabienes, como crítico literario, se acordaba de él aludiendo a que igual bregaba por el medievo que por el último libro de Fernando Aramburu. El escritor vasco, en un homenaje de El Cultural, donde se reunió a varias personalidades del corte de Luis Landero o Álvaro Valverde, dijo que sus libros estarán huérfanos sin los cuidados del profesor. Asiduo, reconocía, a las críticas de Senabre, las cuales empezaba por abajo (dado que el catedrático gustaba de cerrar sus críticas recopilando errores de imprenta u ortográficos, evidenciando, se entiende, la ausencia de controles editoriales de calidad) definía su lenguaje como tranquilo. El gusto de Aramburu por todo aquello que huele a extremeño viene de atrás. Corría el año 1978 y como muestra literaria se tiene un Kantil que dos militantes de CLOC, Aramburu e Irazoki, le dedicaron a la poesía extremeña. Sobre esto hay textos anecdóticos debidos a Antonio María Flórez. Sin detenerme en ello, contaré por encima, un suceso extraño que le ocurrió a Aramburu en aquella visita a Extremadura, concretamente en Don Benito. Eran años difíciles (ETA a tiro limpio, la juventud desmelenada, un parlamento incierto) cuando en Donosti un grupo de jóvenes alocados, cercanos a la broma intelectual, la poesía y la provocación, se constituye en grupo literario. El grupo CLOC de Arte y Desarte. Miembros que hoy conozcamos: Aramburu e Irazoki. Uno narrador, el otro poeta raro (poesía en prosa, textos breves más propios de columnista con abundancia de referencias a nombres del artisteo musical…). Aramburu, acostumbrado al clima de Donosti, no daba crédito a la lluvia torrencial que se desató en Don Benito aquel día del 78 cuando se vio obligado a mendigar. A pedir limosna, dinero para costearse el viaje de vuelta al País Vasco. Recorrió bares y calles con suerte. Retornó de una pieza a Euskadi.
En el segundo libro de la producción narrativa de Aramburu, El artista y su cadáver, aparecido como todos los suyos a excepción del penúltimo, Ávidas pretensiones –Premio Biblioteca Breve Seix Barral-, en Tusquets Editores, dentro de una complicada recopilación de textos breves (oscilantes entre el ensayo socarrón, el relato, la crítica literaria, las memorias) se puede encontrar el lector –es el último texto del libro- con algo así como una resolución de ser feliz por encima de todo. Un dilema que arrastraba desde hacía tiempo y que culminó un día cualquiera, precisa el escritor que a las tres y diez de la tarde. Y fue que decidió cambiar de atuendos y untarse el cuerpo de prosa.
En el segundo libro de la producción narrativa de Aramburu, El artista y su cadáver, aparecido como todos los suyos a excepción del penúltimo, Ávidas pretensiones –Premio Biblioteca Breve Seix Barral-, en Tusquets Editores, dentro de una complicada recopilación de textos breves (oscilantes entre el ensayo socarrón, el relato, la crítica literaria, las memorias) se puede encontrar el lector –es el último texto del libro- con algo así como una resolución de ser feliz por encima de todo. Un dilema que arrastraba desde hacía tiempo y que culminó un día cualquiera, precisa el escritor que a las tres y diez de la tarde. Y fue que decidió cambiar de atuendos y untarse el cuerpo de prosa.