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Mi
madre decía que la novela que más le gustaba era una que daban por la
dos, todos los días, después de comer. Iba de un rey con muy mal
carácter (muy levantisco, decía ella), que recorría sus posesiones
sembrando maldades a diestro y siniestro. Hoy mataba a una doncella,
mañana a unos enemigos, y así. Estaba casado con muchas mujeres, aunque
no hacía caso a ninguna nada más que para Eso, con mayúsculas (aquí mi
madre me miraba cómplice, y yo no podía evitar bajar los ojos, como
cuando era pequeño), y el resultado era que estaba cargado de hijos que
se le iban de casa enseguida. El rey era africano, pero no negro, (esto
parecía importarle mucho) y tenía un pelazo igualito, igualito al de tu
padre cuando era joven. Yo
la escuchaba como siempre, pensando en otras cosas, con la cabeza fuera
de ese salón pequeño, invadido de muebles, medicinas y fotos y
presidido por una televisión prehistórica. Parecía mentira que allí
hubiéramos pasado tardes enteras los cinco hermanos. Yo
era el que más iba a verla, y el que mantenía un poco el orden, por eso
cuando mi madre murió por una complicación de la anestesia durante la
operación de cataratas, me tocó a mí abrir armarios y vaciar cajones
antes de poner la casa en venta. Para
mi sorpresa, lo que iba a ser tarea de un sábado se convirtió en una
obligación que no pude acabar antes del lunes. Mi madre guardaba todo:
nuestros boletines de notas, estampas de la Virgen, recortes de
periódicos donde aparecían fotos de gente que se nos parecía mucho,
facturas, recibos...Agobiado, pedí ayuda a mis hermanos y acordamos
quedar después de comer para repartir todo y tirar lo que no sirviera.