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Todo empezó cuando empecé a oír la voz de aquel profesor desterrado en
mi cabeza. Es cierto que me habían contado de un docente de la
Universidad de Perpiñán que presumía de haber conocido a eminentes
escritores y cineastas que, por edad, era bastante improbable que
hubieran coincidido con aquel farsante. Pero había en la voz de quien me
hablaba un cierto patetismo que lo diferenciaba de aquel sinvergüenza,
algo que me recordaba a los dignos lamentos del exilio de Juan Rejano, o
al testimonio de Manuel Andújar en Saint Cyprien, plage... Por eso le hice caso, y apreté los puños al escuchar su fatídico error en 1944.
Podría hablar de otra manera sobre estas cosas y desenrollar ahora el
pergamino teórico de una poética de la ficción, invocando los últimos
avances de la narratología cognitiva (Fludernik, Cohn, Ryan) que han
superado las limitaciones del estructuralismo y aquellos críticos que se
sentían más importantes que los escritores al diseccionar la literatura
en base a sus funciones. Qué mayor simpleza que calificar, como hizo
Roland Barthes, de “seres de papel” a quienes resultan más vitales que
la mayoría de nosotros e igualarlos a “meras palabras”, como si no fuera
evidente que no podemos olvidar a Julien Sorel, Diego de Zama o
Maximilian Aue, aunque apenas recordemos las palabras con las que fueron
conformados. En lugar de “actantes”, como el burdo Greimas, hablar de
“conocedores” (cognizers) como hace Uri Margolin, me parece más
sensato, y más simpatía aún me despiertan Thomas Pavel y Lubomír Doležel
con sus teorías sobre los mundos ficcionales. Podría seguir por este
camino, pero no haría sino justificar a posteriori lo que un escritor siente de una manera muy distinta, racionalizando algo que no se produjo así.
Es peligroso practicar la crítica literaria cuando a la vez se escribe,
pues el análisis de una obra muchas veces tiene el mismo efecto que la
autopsia sobre un cuerpo vivo. José Herrera Petere, Ernesto Giménez
Caballero o Máximo José Kahn podrían haber sido deslumbrantes personajes
de ficción, pero fueron personas históricas, que ya fallecieron, y que
por tanto no hablan sino a través de los textos que dejaron. Muy
distinto es el caso de los personajes que, mal que nos pese, nos
sobrevivirán.
Así, aunque coincidí en Lisboa con aquel francés que tomé al principio
por ocioso jubilado de turismo, fue un mes después cuando, paseando por
la playa de Alicante, desierta en aquella noche de otoño, se me reveló
la verdadera tragedia que lo había llevado a retornar a la ciudad de su
infortunio y deambular por las arenas de Caparica, al otro extremo de
nuestra península. Cuando dos años después estuve en la Gare d’Austerlitz,
creí atisbarlo subiendo de nuevo a un tren con destino al sur, pero me
temo que no era él. El epígrafe de Pessoa que precede el relato fue
quizás una insinuación de reproche por mi parte: Si hubiera leído al
poeta del que tanto le hablaba Manuela, seguramente la hubiera sabido
comprender.