8 de mayo de 2016

De las voces que escribo

Por Mario Martín Gijón

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Todo empezó cuando empecé a oír la voz de aquel profesor desterrado en mi cabeza. Es cierto que me habían contado de un docente de la Universidad de Perpiñán que presumía de haber conocido a eminentes escritores y cineastas que, por edad, era bastante improbable que hubieran coincidido con aquel farsante. Pero había en la voz de quien me hablaba un cierto patetismo que lo diferenciaba de aquel sinvergüenza, algo que me recordaba a los dignos lamentos del exilio de Juan Rejano, o al testimonio de Manuel Andújar en Saint Cyprien, plage... Por eso le hice caso, y apreté los puños al escuchar su fatídico error en 1944.
Podría hablar de otra manera sobre estas cosas y desenrollar ahora el pergamino teórico de una poética de la ficción, invocando los últimos avances de la narratología cognitiva (Fludernik, Cohn, Ryan) que han superado las limitaciones del estructuralismo y aquellos críticos que se sentían más importantes que los escritores al diseccionar la literatura en base a sus funciones. Qué mayor simpleza que calificar, como hizo Roland Barthes, de “seres de papel” a quienes resultan más vitales que la mayoría de nosotros e igualarlos a “meras palabras”, como si no fuera evidente que no podemos olvidar a Julien Sorel, Diego de Zama o Maximilian Aue, aunque apenas recordemos las palabras con las que fueron conformados. En lugar de “actantes”, como el burdo Greimas, hablar de “conocedores” (cognizers) como hace Uri Margolin, me parece más sensato, y más simpatía aún me despiertan Thomas Pavel y Lubomír Doležel con sus teorías sobre los mundos ficcionales. Podría seguir por este camino, pero no haría sino justificar a posteriori lo que un escritor siente de una manera muy distinta, racionalizando algo que no se produjo así. Es peligroso practicar la crítica literaria cuando a la vez se escribe, pues el análisis de una obra muchas veces tiene el mismo efecto que la autopsia sobre un cuerpo vivo. José Herrera Petere, Ernesto Giménez Caballero o Máximo José Kahn podrían haber sido deslumbrantes personajes de ficción, pero fueron personas históricas, que ya fallecieron, y que por tanto no hablan sino a través de los textos que dejaron. Muy distinto es el caso de los personajes que, mal que nos pese, nos sobrevivirán.
Así, aunque coincidí en Lisboa con aquel francés que tomé al principio por ocioso jubilado de turismo, fue un mes después cuando, paseando por la playa de Alicante, desierta en aquella noche de otoño, se me reveló la verdadera tragedia que lo había llevado a retornar a la ciudad de su infortunio y deambular por las arenas de Caparica, al otro extremo de nuestra península. Cuando dos años después estuve en la Gare d’Austerlitz, creí atisbarlo subiendo de nuevo a un tren con destino al sur, pero me temo que no era él. El epígrafe de Pessoa que precede el relato fue quizás una insinuación de reproche por mi parte: Si hubiera leído al poeta del que tanto le hablaba Manuela, seguramente la hubiera sabido comprender.