13 de mayo de 2015

Verdadera destreza

Un relato de Alberto Escalante Varona

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No hubo en toda la villa rivalidad más encarnizada que la que entablaron don Carlos de Solís y su mellizo, don Pedro. Como tales, fueron íntimos; como tales, fueron extraños. Juntos conocieron el solaz de la niñez, y la frialdad de la madurez. Sabía uno las flaquezas del otro, compartían el respeto hacia sus bondades, y se comprendían tanto como se repudiaban. Suya fue la perfecta semejanza, y cuanto más grande era esta, tanto igual su irreconciliable diferencia. Pues uno se consagró a las Letras, y vio Salamanca sus empeños, y doctor volvió a su hogar. El otro tanteó a Dios, para acabar tentado por el corazón. Y, como en todo relato que se precie, cuentan que hubo una mujer, una bella, fuerte y culta dama que a ambos nubló los sentidos y la razón. Ninguno sucumbió, pero las flaquezas que revela el amor son imposibles de aceptar para el hombre noble. Y ha de purgarlas en acero.
Y ambos, caballeros, completaron su inteligencia con la devota servidumbre al rey y a la patria. Don Carlos jamás comprendió la guerra, aunque en Flandes fue gallardo; mas don Pedro, pendenciero, en Argel licenció su descaro bajo el signo del infiel. Aunque cuentan los rumores que no hubo tal ofensa, y que cautivo fue el Solís a su pesar, para el padre tal desprecio fue algo imperdonable. Y desde entonces, el Sol invicto que adornaba la fachada del palacio familiar, presumiendo de su renombre, se vio deslucido por otro escudo paralelo, un hermano en otra calle, un deslucido sol de gesto furioso en un oscuro rincón aledaño. Cuando don Carlos volvió, después de muchos años, heredó hacienda, nombre y deshonor. Y curtido, cansado e impasible, forjado por el horror de la muerte fugaz junto al compañero, dedicó su restante empeño al estudio, la calma y el olvido.