Donde no habita el olvido (Homenaje a Ricardo Senabre)
Por José Luis Bernal Salgado
Publicado en nº 1 (Primavera de 2015)

Si el olvido habita en los vastos jardines sin aurora, donde campea la muerte, el recuerdo y la memoria habitan en la vida. Este guiño a Bécquer o a Cernuda, que tanto monta,  no es sino un reóforo emotivo para enderezar estas palabras dedicadas a un hombre señero, profesor e investigador ejemplar y modélico, del que tuvimos la fortuna de gozar vivamente generaciones de universitarios en Extremadura y del que seguiremos gozando y aprendiendo siempre como fieles lectores.
 
Hace aproximadamente treinta y cinco años don Ricardo, primer Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Extremadura, llegó a su clase de teoría de la Literatura y me dio copia de un poema que yo desconocía entonces; su título era “Donde habite el olvido”, emblemático texto prólogo del homónimo libro de Luis Cernuda. Tras la encerrona de rigor, que nos aterraba y galvanizaba a un tiempo a sus alumnos, tuve que comentar aquellos versos ante mis compañeros y ante el propio maestro, con las únicas armas de mi magro entendimiento de estudiante de cuarto curso. Pasado el trance lo mejor que pude, con el paso del tiempo, se ha ido afirmando en mí una gratitud sincerísima por el mucho bien que aquellos ejercicios temidos me han deparado en mi formación de lector, en mi vocación de lector, vocación tantálica, pero llevadera gracias a los firmes asideros que nos dieron maestros como Ricardo Senabre. En concreto, volviendo a Luis Cernuda, nunca le agradeceré bastante a don Ricardo aquella elección, aquel tour de force a que me sometió. No es por ello mera convención amistosa o fatua cortesía la que me lleva a su elogio y aprecio, sino la honda certidumbre de que su memoria en mí y en otros muchos es imperecedera. ¿Y acaso no es esa la mayor gloria a la que aspira un profesor, un escritor?

Aquel profesor fue y es para mí un ejemplar agitador de conciencias lectoras (como su querido don Miguel lo fuera en otros tiempos). Sabía, con una sindéresis inusual, inocularte la pasión lectora –pues no siempre esta te invade de manera natural e irremediable- en sabias dosis de homeópata. Fue un debelador de textos inolvidables, de Federico García Lorca, Rafael Alberti, Miguel Hernández, Manuel Machado, Blas de Otero, Azorín, Gabriel Miró, Pío Baroja, Luis Cernuda, Gustavo Adolfo Bécquer, José Ortega y Gasset, Fray Luis de León, Baltasar Gracián, Pero Meogo, Juan Goytisolo, Camilo José Cela, Benito Pérez Galdós y tantos otros; textos que pergeñaban, con solo aparente desaliño electivo, un prontuario ejemplar de lenguajes literarios, motivos, estéticas, movimientos, épocas... capaces de señalizar misteriosamente, como mágicas balizas para el lector-viajero, el abismal laberinto de la literatura. Sí, Senabre sabía como pocos contagiar la incurable enfermedad de la pasión lectora. Como en el texto de Borges, sus alumnos-lectores nos podíamos imaginar al escucharle el paraíso bajo la especie de una biblioteca.

Pocos como él edificaban la construcción crítica de la teoría e historia literaria sobre el conocimiento cabal de la lengua, que es la herramienta básica del escritor. Ello explica, por ejemplo, su pormenor no siempre bien entendido  en la denuncia de usos léxicos e idiomáticos condenables a manera de coda en sus afamadas y temidas reseñas.

Por eso he seguido siempre confiando en su tino, en su paladar literario, al que acostumbraba a superponer, como una transparencia afable, el rostro de mi antiguo profesor; tino y paladar que nunca me han defraudado, y a los que debo goces luego tan fecundos como los de Aramburu o Cerezales, por poner una brevísima muestra. Porque Senabre, gracias a la hondura de su saber, afrontaba con envidiable pulso y seguridad lo mismo la obra de un narrador novel que la edición de las obras completas de Unamuno.

Senabre estaba enfermo de literatura y contagiaba a cuantos se acercaban a él, y la enfermedad era incurable y sintomática (muchos sabíamos de su “voz oculta”: una práctica lírica de corte satírico y de “circunstancias”, que anónimamente hacía circular en su entorno próximo).

Quiero pensar que don Ricardo siempre supo que en este extremeño “oeste gallardo” estaba también su casa. Más allá de las distinciones y honores que se le concedieron en vida en Extremadura, destaca el recuerdo imborrable de cuantos le trataron dentro y fuera de las aulas.

Desde la atalaya del “usted” que nos regalaba, trato hijo de otro tiempo y de otra universidad que algunos llegamos a entrever, siempre he sabido y querido ver en Ricardo Senabre el palpitar humano y amable del hombre sabio, hombre y sabio que ocupa y ocupará entre nosotros un lugar destacado donde no habita el olvido.